Una mesa de roble enorme como un estadio,
sillones de cuero y muchas corbatas alrededor. Los llaman directivos y a qué se
dedican, nunca queda claro. Preside un tipo con bigote fino, risa malévola,
puro en una mano y en la otra un gato. Le acaricia y el animal ronronea. Es una
secta y su objetivo es obvio: dominar el mundo. Aunque podrían conformarse con
administrarlo. El presidente lo mismo rescata financieramente a un país del que
previamente se ha llevado hasta los cimientos que arruina a un club de fútbol
con el que ganó no sé cuántos títulos. Es el negocio y así gira el mundo. No
ven los billetes, son solamente numeritos en una cuenta en Suiza.
En el cine suele resultar fácil distinguir a
los buenos de los malos, pero las barreras se difuminan en la realidad. El
último malo de película en la vida real que me tiene asombrado es Francisco
Pernía. No tiene gato, pero debería comprárselo. Me toca de cerca como
racinguista, el club que me trae por la calle de la amargura número 99 a un
paso de celebrar el centenario.
Elegante y educado, Pernía es como Thomas
Crown y su secreto. Lo que ocultaba el personaje de Steve McQueen o de Pierce
Brosnan en el remake del 99 era que en realidad Crown no era un millonario
estiloso sino un ladrón de obras de arte y guante blanco. El presidente en la
sombra del club santanderino llegó al fútbol diciendo que no tenía ni idea de
este deporte, que lo suyo eran los rallys, y preguntando, mientras señalaba a
los jueces de línea, quiénes eran aquellos hombres que corrían la banda. Ahora,
ya comenta los partidos consciente y como todos, afirma que sabe de qué va esto
de la pelotita, las porterías y los hombres en calzoncillo. Se maneja como pez
en el agua en los despechos de la Federación Española de Fútbol, de la que es
vocal y ficha y da bajas con la facilidad y velocidad de Billy el Niño matando
personas. El Racing disputó la Copa de la UEFA, pero por dentro se estaba desmoronando,
acumulando deudas astronómicas que nunca podrá pagar la institución. Se gastaba
dinero como en una caja de ahorros. Ahora el club no tardará mucho en
desaparecer. Piterman, Alí Syed, constantes cambios en el banquillo,
administradores concursales… Son muchos años de malas noticias en un parte
diario que no tiene inauguraciones de pantanos, solamente desgracias.
Y allí, en la sombra de toda esta espiral de
destrucción, hay un hombre de corbata y camisa almidonada que mueve los hilos,
aunque no ha puesto un euro. Solamente le falta comprarse un gato y acariciarlo
sentando en un sillón de cuero. Con la otra mano sujeta un puro, de esos que
tanto le gusta fumar, y se carcajea. Se ha hecho millonario y pese a que
acumula más de una operación oscura goza de una total impunidad. Nada es
ilegal. Y es un tipo simpático. Le da igual todo. Es un virus inmunizado contra
el que no hay antibiótico. Allí está agarrado a las entrañas del club sin que
lo saque nadie. Nunca se venderá el club y de las deudas responderá esa difusa
figura de Alí.
Es como uno de esos villanos de las películas
de James Bond. Elegante y maquiavélico. Primero conquista el Racing y terminan
conquistando el mundo. Al menos, el suyo. Antes fue político de éxito. Eso lo
dice todo. Conquistar el mundo, ese siempre es su diabólico plan. Es de manual
de malote, aunque alguno se conforma con unos millones de euros, que no es
poco. Lo mismo que lo del gato, que en los años del pelotazo inmobiliario se
cambió por el yate. ¿Qué presidente no tenía uno?
En el cine, el malvado termina cayendo o como
mucho huye a la segunda parte, pero en la realidad es bien diferente. Lo hemos
visto mil veces, con presidentes chanchullleros de equipos de fútbol, yernos
del rey, banqueros estafadores o políticos corruptos. Aquí se salva todo el
mundo y a la cárcel va siempre el más inocente, con excepciones claro. La mala
imagen de España se la lleva Sánchez Gordillo y su carrito de supermercado y no
los dirigentes ineptos y ladrones de guante sucio. Y ahora explíquele a mi madre
que el malo era el señor tan educado de la corbata que le abrió la puerta del
ascensor.
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